Un imponente metro con 86. Las medias altas apenas dejaban ver las
rodillas. El paso elegante, suave, como el de un caballo al galope. La cabeza pelada,
acompañada por una leve sombra de pelo. Francés, pero lleva su ascendencia en
la mirada, Cabilia, norte de Argelia.
Nació en Marsella, junio de 1972. Quizás Zinedine Yasid Zidane sabía que
iba a llevarse el mundo por delante junto a una pelota, aquella tarde en que
debutó en el AS Cannes de Francia con 17 años. Perdone maestro, pero dudo que en
ese momento fuera a imaginar la magnitud de sus posteriores logros dentro del fútbol. Un
arañazo en la historia, un estilo y talento imposible de olvidar.
Zizou, el inmortal, llenó de
alegría y magia a los aficionados del Bordeaux,
Juventus y Real Madrid, su lugar en el mundo. Logró 13 títulos en toda su
carrera; UEFA Champions League, Copa Intercontinental, Scudetto
y Liga Española, entre otros. La selección francesa también contó con los
servicios del héroe del balónpie, le dio el único mundial en la historia y la
segunda Eurocopa del país en el 2000.
Zidane supo conquistar al público del fútbol. Logró
fascinarlo de la mano de una sencillez poco común. Humilde, siempre se mantuvo
al margen de la sociedad del marketing que convierte a los jugadores en vedettes.
Desde sus dos cabezazos de gol en la final de Francia 1998 (año que ganó el
Balón de Oro) frente a Brasil, hasta la volea que encontró el ángulo en la
final de la Champions
contra el Bayer Leverkusen en 2002 (elegido como el mejor gol de las finales de
dicho torneo), se cansó de dibujar goles y gambetas.
Las funciones del mago se acabaron una tarde del
2006. En el mundial de Alemania, y frente a Italia en la final, Zizou se retiraba
de una manera extraña. Otra vez dejaba una marca propia, al igual que su pegada
y su trote. El cabezazo del siglo. No fue para batir a un arquero o romper una
red, sino para ajusticiar Marco
Materazzi. “Prefiero a tu hermana”, dijo el tano cuando Zinedine le ofreció
darle la camiseta por sus reiterados agarrones. En otra muestra de más de su
nobleza, Zidane se mofó del negocio millonario del fútbol, sacó pecho y orgullo
para defender a los suyos. Le reventó el pecho de un frentazo. Horacio Elizondo
expulsó al marsellés. Esos tristes pasos hacia el vestuario, en el Estadio
Olímpico de Berlín, ante 69 mil espectadores, fueron los segundos finales de su
carrera. Pero unos minutos antes nos dejó otra jugada memorable para acomodar
en el disco rígido de la cabeza. A la hora de patearle un penal a Gianluigi
Buffon, el mejor arquero del mundial, picó la pelota. Frío. Como si aquella
situación fuera sencilla. El último gol de su carrera tuvo ese cierre perfecto.
Travesaño y adentro.
Un enamorado de la pelota. Admirador de Enzo
Francescoli, pisador nato y fiel usuario de la bicicleta o su clásica “ruleta”,
clasificada como tal por el público madridista. Por su carácter, simpleza,
elegancia y humildad, Zidane, el brujo de Marsella, sigue vivo en la memoria
colectiva del amante del fútbol. Si el arte llena el alma y es vistoso, salud
Zizou, usted es un artista.
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